miércoles, 25 de julio de 2007

Teoria y Practica

Prólogo de Agustín Alezzo

Con la señora Crilla compartí veintiséis años de vida, desde aquella lejana mañana del 58 en que la visité con Augusto Fernandes en su pequeño departamento de Cerrito entre Diagonal Norte y Lavalle. Allí nos conocimos, en una cita que provocamos con una llamada telefónica y cuyo único objeto fue "probarla". Impulsados por nuestro afán de conocimiento, queríamos saber hasta que punto podría enseñarnos, punto que, por fortuna, de inmediato descubrimos al tomarla a prueba por muchos años.

Durante su transcurso, dedicamos enorme cantidad de horas a clases, ensayos, reuniones, almuerzos y tés, viajes, conversaciones que continuaban en días sucesivos, estudios compartidos, discusiones, confidencias, reflexiones, planeamientos, consultas, confesiones.

Al conocer la investigación de Cora Roca sobre la vida profesional y la última labor de búsqueda que Hedy Crilla concretó en los diez años finales de su larga y fructífera existencia, todos aquellos momentos agolpados en mi memoria reflotaron al conjuro de la palabra de la señora Crilla, reproducida en muchas de estas páginas.

No fue fácil tomar distancia de ese asalto de la memoria que compromete tan decidida e intensamente las emociones. Pero una de las lecciones, larga y dificultosamente aprendida, consistió precisamente en que la memoria emocional es una de las vías más auténticas para alcanzar los momentos creativos, siempre y cuando uno aprenda a servirse de ella y no a ser arrastrado por ella.

Así pude leer y revisar este material que con tanto celo, minuciosidad y respeto llevó a cabo Cora Roca.

La señora Crilla conocía acabadamente el trabajo del actor y los procesos que lo conducen a la creación de un personaje; creció a la sombra y en compañía de grandes creadores, pero lejos de conformarse con lo adquirido dedicó su vida a investigar. Nunca creyó saber lo suficiente, nunca se jactó de lo aprendido. Muy por el contrario, poseía una extraña ingenuidad y candidez, tan ajenas a la gente de nuestro medio que, con singulares excepciones, creen estar de vuelta de las cosas y ser dueños de todos los secretos del escenario y del arte de la actuación.

Ella estaba abierta a todas las nuevas corrientes e ideas -la menor indicación de un nuevo camino la incitaba-, amaba a la juventud como fuente de creatividad y renovación, y su capacidad para estudiar e investigar no cesó hasta el último minuto de su vida. Claro que esta afirmación podría conducir a equívocos; tenía como todo artista auténtico un fino olfato, desarrollado al máximo, diferenciaba rotundamente lo falso de lo verdadero, citaba a Amiel: "No sabiendo hacer lo bueno, hacen lo nuevo", en clara distinción entre lo artístico y lo "novedoso". Tenía una profunda antipatía por lo snob y por todo lo que busca "épater le bourgeois", como ella solía señalar. Las modas no eran su debilidad, tampoco el falso respeto ante tanto bodrio consagrado. Detestaba la solemnidad y las preocupaciones por parecer más que por ser. Conservaba la irrespetuosidad de la juventud, unida a la sabiduría que otorga la experiencia bien adquirida. Citaba a Nietzche: "Hay artistas que enturbian las aguas para que parezcan profundas." El bucear en las aguas profundas fue un objetivo en su vida y quizás su legado sea esta cualidad, la que con el tiempo más atesoro.

Sus últimos años los dedicó a investigar la palabra en el actor y su influencia en la acción dramática: cómo nace en uno la necesidad de corporizar cada palabra y cómo ésta se convierte en un elemento esencial para impulsar el avance de la acción dramática. La palabra, como una fuerza que nace en el actor-personaje y desencadena los hechos en escena.

Sólo se comprenderá y ubicará debidamente el material de este libro, si se toma este punto de atención como uno de los que el actor deberá enfocar al crear un personaje. Al exponerlo, deja de lado todo el resto del proceso creativo que un actor debe tener en cuenta y que la señora Crilla conocía y trabajaba con tanta profundidad. Al igual que Stanislavsky, que al referirse al tema de la palabra tan extensamente como lo hace, someramente indica otros sustanciales que expuso en otros escritos. Creo que es esencial comprender esto para que el presente trabajo alcance la utilidad que la señora Crilla persiguió.

Dice en él cosas muy sencillas, que todos creemos conocer. Sabio es decirlas en forma que todos las comprendan en su propio lenguaje y revelar verdades en un estilo que permita que los tontos puedan afirmar que lo supieron desde la cuna y nada nuevo han aprendido.

Muchos al leerlo dirán: "Esto es archiconocido, tanto escombro para nada". Los invito a releerlo y hago un llamado a la honestidad.

Hace un tiempo un colega me solicitó información sobre el tema, y cuando se lo enuncié brevemente dijo: "¡Ah! Sí. Ya lo sé. La palabra es también una acción." Supe que no había comprendido absolutamente nada y tan sólo me limité a agregar: "Sí, la palabra es también una acción." El estudio de Hedy Crilla no se limita a afirmar esta perogrullada -claro que es también una acción la palabra-: su elaboración se define por descubrir la palabra en acción.

Habrá quiénes afirman, y los hay: "Eso de la palabra es pura tontería, en el escenario hay que ser real y hablar como en la vida". Es que confunden el arte del decir con el lenguaje cotidiano o con la declamación. Stanislavsky, junto a los grandes actores de todos los tiempos, y este trabajo de Hedy Crilla, les dan una respuesta.

Hedy no dejó escritos sobre el tema, a pesar de que le pedimos que lo conceptualizara, y muchas de sus definiciones se han perdido, en especial las referentes a dos tópicos capitales: la unidad acción psicofísica-palabra y la unidad palabra-germen de la emoción.

Estas enseñanzas quieren ser nuevos caminos abiertos para búsquedas futuras, como así lo quiso con sus escritos Stanislavsky, tan mal comprendido por muchos. El no tomarlas como fórmulas establecidas sino como puntos de partida evitará futuras controversias tan ajenas al espíritu con que fueron creadas.

Cora Roca, con infinito amor y paciencia, rastreó grabaciones, apuntes, testimonios, y ahora nos devuelve este libro en el que la voz de Hedy Crilla palpita viva y presente.


Nota de la autora

Siendo muy jovencita, conocí a Hedy Crilla en el teatro La Máscara y quedé tan impresionada por su arte, que aún hoy perdura en mí aquella magia de sus espectáculos.

Inmediatamente comencé a estudiar con ella, y a ella le debo mi formación. Con los años, de ser su alumna pasé a ser actriz, posteriormente asistente de dirección y, finalmente, su amiga.

Puedo decir que, ya adulta, disfruté con mayor plenitud de su amistad y al tomar conciencia de la envergadura de su labor abnegada y del paso del tiempo -de su tiempo tanto como del mío-, le propuse trabajar en dos libros, uno acerca de su vida profesional, y el otro, sobre el seminario que dictaba y tituló La palabra en acción. En él hablaba sobre la importancia de la palabra en el actor y sobre su influencia en la acción dramática. Solía comentar que “el teatro es ‘palabra en acción’ y que la palabra en el teatro no es la palabra en la vida, porque [en el teatro] hay que recrearla, sacándola de su uso cotidiano." Y concluía: "¡Es muy hermoso ser actor: es dar vida, es crear vida!"

Infortunadamente, su labor en la docencia -extensa y continua- no cristalizó en registros escritos: no la sobreviven más que las líneas iniciadas en sus discípulos. Maestra de actores, directores y docentes, transformadora del desarrollo actoral argentino, tenía la sencillez de decir: "Uno no puede ser avaro con lo que ha aprendido, a mí me queda algo cuando veo a un alumno que recibe y hace propio lo mío; el ser humano vive cuando da, vivir es dar."

Porque si bien al principio aceptó mi propuesta, desde el comienzo del proyecto se mostró escéptica sobre su concreción. Recuerdo un diálogo como el siguiente:

- ¿Qué sentido tiene escribir un libro?

- ¿Cómo ‘qué sentido tiene’? Es dejar documentada la propia enseñanza.

- Mirá, en este momento te diría que todo tiene un valor relativo.

- Entonces, podríamos hablar de eso.

- ¿Para qué?

(Se oye sonar el teléfono y es un alumno, que avisa que no va a asistir a clase porque llueve.)

- ¿Te das cuenta? En cuarenta y cuatro años jamás dejé de dar una clase porque llovía, ¿para qué sigo enseñando a los ochenta y cuatro años? Los alumnos no tienen disciplina, no se dan cuenta de que sin constancia nunca obtendrán frutos, se quedan en el camino, desperdiciando todo el tiempo y el esfuerzo que se pone en ellos. ¡No voy a enseñar más!

- No todos son así.

- Si de cien te queda uno, considerate feliz. He formado casi tres generaciones de actores, debieran darme una medalla y ya ves, no vienen porque llueve.

- Pero bien vale la pena aunque sólo sea uno, ¿no? Tenemos que hacer el trabajo, es muy importante, nadie lo duda, ¿acaso no es un material original?

- Por supuesto, Stanislavsky habló de la palabra, pero es verdad que yo desarrollé el tema y hago algunos aportes. La palabra en acción es algo mío, tenés razón.

- ¿Cuando empezamos?

- Hoy mismo.

Así fue como comenzó a dictar el seminario, me incluí en el grupo y emprendí la tarea de tomar apuntes y grabar las clases a lo largo de casi dos años.

Al desgrabar las cintas, de aceptable calidad sonora, me encontré con la dificultad de que existe una gran distancia entre las palabras que se confían libremente a un alumnado, y las que deben conformar un libro. Hay mucha distancia entre lengua oral y lengua escrita. Hay un largo trecho entre dar una clase y escribir un capítulo de un libro: el género “clase” tiene reglas diversas del género “libro”.

Por esa razón tuve que realizar modificaciones para trasladar las desgrabaciones del estilo oral al escrito. Y por eso quiero también señalar la profundidad que implicó este proceso de retoque y de supresión de repeticiones, valiosas en el aprendizaje durante las clases, pero innecesarias en el libro. De igual manera, en la enseñanza actoral, no siempre es importante explicar todos los conceptos: simplemente la acción física y verbal nos van mostrando los momentos relevantes, aunque de todas formas el testimonio verbal tenga su propia fuerza y con ella pueda edificarse la encarnadura de un magisterio que tuvo sus aspectos de encantamiento.

Las notas que fui tomando me resultaron de una gran ayuda, como asimismo los diálogos con Hedy y mis propios recuerdos.

Seguidamente, reconstruí el material para dar a los capítulos un orden correlativo, tratando que fueran precisos y claros. Con ese fin, separé ese material en unidades temáticas, cosa que no suele darse en el acto de hablar donde en realidad sucede lo contrario, porque todo se interrelaciona y actúa simultáneamente. La expresión oral del actor es muy compleja.

Así fue cómo determiné incluir en el texto mis comentarios, nuevos ejemplos, textos ilustrativos referidos a temáticas específicas. Y desarrollé además algunos conceptos para su mayor comprensión, incorporando también definiciones del genial Stanislavsky.

Evidentemente, este libro se basa en el seminario de Hedy Crilla, pero está contado por mí -con los necesarios agregados, supresiones y retoques-, y todo lo hice deliberadamente, porque de otro modo no hubiera podido entenderse.

Finalmente, organicé el texto según los criterios que detallo en nota al pie*, para facilitar la comprensión de esta obra testimonial, con el objeto de que el lector pueda estar mejor armado para leerla de corrido, distinguiendo -sin embargo- las diferentes voces que en ella intervienen, sin ambigüedades ni confusiones, y con una idea transparente del pensamiento original de la gran maestra que fue Hedy Crilla.





Introducción de Hedy Crilla*

Como se acerca un nuevo ciclo lectivo y me dispongo a reanudar mi curso sobre La palabra en acción, estaba revisando el material de las clases y comenzando a ordenar mis pensamientos sobre los puntos que vamos a tocar (¿qué es la palabra?, ¿dónde nace?, ¿cuáles son sus objetivos?...), cuando surgió en mi pantalla mental el recuerdo de una escena de infancia: iba ya a descartarlo por considerarlo ajeno, pero se me impuso por sus contornos, y le presté atención.

Lugar de la escena: el aula de mi colegio.

Personajes: un profesor, el ídolo de todas las alumnas y también el mío. Yo, una chica de diez años, muy introvertida y tímida.

Había empezado el recreo, todas salíamos del aula y el profesor me detuvo para preguntarme por mi aspecto triste y angustiado. En verdad, tenía motivos, eran muy íntimos, motivos familiares de los que no podía hablar. Y aunque él quería ayudarme y bondadosamente insistía, yo seguía callada.

Hubiera sido para mí un gran alivio hablar, "salir de mis cuatro paredes", como dice García Lorca, pero ocurría lo contrario: ellas se cerraban a mi alrededor como una muralla de silencio de la cual era imposible escapar y a pesar de mis ansias de comunicarme con aquella presencia amiga, seguía muda.

Las palabras que llevaba adentro querían salir, revoloteaban como pájaros asustados aunque sin la energía necesaria para forzar con unos decididos picotazos la abertura. De haberlo logrado, hubiera significado para mí una liberación enorme, y tal vez hubiera cambiado el rumbo de mi vida. No obstante, las palabras no salieron.

Este recuerdo, obviamente, lejos de distraerme del tema, lo estaba ilustrando: la palabra es un ente energético que nace y vibra en nuestro interior, respondiendo a un imperioso impulso de comunicación. Necesita actuar, producir cambios y debemos dejarle el paso libre, porque si se lo impedimos queda adentro como un peso muerto y toma su revancha.

En mi caso, años después del episodio relatado, fueron las palabras de mis personajes las que abrieron esas murallas y no sé cómo, tal vez por un golpe de aire fresco que entró, se hicieron potentes. Poco a poco, furtivamente, arrastraron tras ellas a las otras, las originales, las mías.

Así creció en mí la idea de que la palabra es una acción, se mueve con fuerza dentro nuestro, actúa, a veces suavemente, otras con violencia, para que la dejemos salir, y una vez fuera, ¡quién la detiene!, conseguirá todos los cambios que ella pretende conseguir.

En toda mi vida estuvo presente el tema de la palabra como una obsesión, y al conocer las enseñanzas de Stanislavsky me dediqué a desarrollar y profundizar aún más el difícil arte de hablar que ejercita el actor.

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